AÑO 1967
DURACIÓN 88 min.
PAÍS Suecia
DIRECTOR Ingmar Bergman
GUIÓN Ingmar Bergman
MÚSICA Lars Johan Werle
FOTOGRAFÍA Sven Nykvist (B&W)
REPARTO Max von Sydow, Liv Ullmann, Erland Josephson, Gertrud Fridh, Ingrid Thulin, Gudrun Brost, Naima Wifstrand, Ulf Johansson, Bertil Anderberg, Georg Rydeberg
PRODUCTORA Svensk Filmindustri
GÉNERO Drama. Terror
SINOPSIS En una isla viven los Borg; Johan, que es pintor, y su mujer Alma. También habitan en ella los siniestros Von Merken, que poseen un círculo de amistades realmente escalofriante. Johan comienza a obsesionarse con la idea de que los demonios le acechan...
Nuestra crítica:
"La hora del lobo es la hora en la que más  gente muere, en la que el sueño es más profundo, cuando las pesadillas  son más reales y cuando nacen más niños". Así es como Bergman describe  ese instante en el que la noche ya ha terminado pero el día aún no ha  comenzado, ese momento en el que los fantasmas campan a sus anchas en  las regiones más ocultas de nuestra psique y en el que la línea que  separa realidad y ficción se muestra ante nuestros ojos  irremediablemente borrosa.
La hora del lobo  narra la angustiosa estancia del pintor Johan Borg (Max von Sydow) y su  esposa Alma en la deshabitada isla de Baltrum. En ese espacio austero y  lúgubre, se crea el caldo de cultivo perfecto para que la neurosis de  Johan se despliegue con una terrible corporeidad, proyectando así sus  carencias emocionales, sus obsesiones sexuales y sus insatisfacciones  creativas en unos seres antropófagos capaces de desangrar su ya de por  sí aprensivo carácter, y por ende, el de su inocente y amante esposa. En  un momento del film Alma, Liv Ullman, le pregunta a su marido si no  cree que las personas que pasan mucho tiempo juntas acaban por  parecerse. Evidentemente es así, ya que todo aquello que Johan se lleva  consigo a la isla envenena y denigra también a su esposa.
Bergman  firma así, según sus propias palabras, su primera película de  fantasmas, desplegando ante nuestros ojos una inquietante galería de  alucinaciones que va más allá de lo sensitivo. Y es que pocas veces el  idilio entre neurosis e individuo se ha antojado tan material tras una  cámara de cine. Los fantasmas de Bergman hablan, comen, se emborrachan,  manipulan, seducen y se relamen de gusto al escuchar La flauta mágica  de Mozart. Utilizan todas sus tretas para separar a Johan del lado de  Alma, que asiste indefensa a la degradación a la que son sometidos en  cada uno de los encuentros con estos fantasmas burgueses y canívales que  parecen suspendidos en un limbo de sucia camaradería.
La  película aprieta y a punto está de ahogar al espectador, que se siente  desprotegido en ese dédalo de situaciones, a cada cual más estrambótica,  cuya única función es la de desestabilizar la relación de los únicos  personajes reales del film. Antológica es la secuencia en la que Johan  da muerte a un demonio en forma de chiquillo de diez años o la  desagradable cena en la mansión del Barón Von Merkens. 
El espacio, opresivo como una cámara estanca; la fantasmagórica luz de Sven Nykvist (El quimérico inquilino, Sacrificio);  la austeridad de la cámara de Bergman, que soluciona la mayoría de las  pesadillas, perdón, de las secuencias del film, con abigarrados y casi  inmóviles planos secuencia, unidos al ritmo de la narración, que se  dilata durante escasos ochenta minutos (un minuto puede resultar una  eternidad si se padece de ese mal llamado miedo), convierten a La hora del lobo en una de las más inquietantes aproximaciones al resbaladizo terreno de la paranoia.
Bergman  nos sumerge en un pantano que conoce muy bien porque ¿acaso no es el  propio autor el que habla cuando, por medio de su personaje, cuenta las  vejaciones sufridas de niño por un severo padre luterano? Filmada en  1966 y sucesora de la excelente Persona, La hora del lobo  se desarrolla en un mundo de fronteras imprecisas y produce en el  estómago una sensación propia de un día en ayunas. La aglomeración de  fantasmas desplegada en el film, inspirados en un grabado de Axell  Fridell, conduce el desarrollo del drama con una batuta enmohecida.  Viejas que se quitan los ojos cuando tienen la vista cansada, hombres  pájaro o marqueses que se suben, literalmente, por las pareces a causa  de los celos, conforman ese espacio grotesco propio de nuestras peores  pesadillas, ese pozo sin fondo sobre el cual oscilamos día tras día  tratando de no perder la cabeza.
David Rodriguez Muñiz 

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